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Corto ensueño

Salté de un edificio de siete pisos de altura, los balcones se distinguían por un viso de luz que resaltaba las barandas que parapetaban los pasillos.

Las enredaderas Virginia que Jacinto había traído en el solsticio de invierno del 23 de Marzo del 84, ya habían hecho de las paredes del edificio su nicho ecológico, consigo las chicharras, las polillas leopardo gigantes y algunos pulgones que dejaban manchas negras de moho hollinoso sobre las hojas rojas carmesí de algunas Virginias. Cuando la luz de la luna llena afectaba la textura de las enredaderas, era como percibir el cuerpo de algún vino tinto, o por lo menos eso era lo que decía Juancha, la abuela de Jacinto, que para soportar los dolores de la migraña se fumaba una cantidad generosa de cannabis en las noches y así podía conciliar el sueño. Al amanecer el aroma a esteros de palma acompañaba los gotarrones de rocío que al caer resonaban estertores en cada uno de los rincones del edificio, despertando a Loreto, el gato que el lotero del pueblo le había regalado a Juancha en su noventavo cumpleaños, que como si percibiera el humedal que del rocío se formaba en el suelo del primer piso del edificio bajo la sobra de las Virginias, se erizaba, se desperezaba y se re acomodaba en la hamaca del difunto Príamo que había muerto cuando su amada Juancha celebraba sus cincuenta años de edad, y 47 de casada. En el momento en que mi semblante se debatía con estrellarse contra el suelo del edificio y sumergirse en el charco pando bajo las Virginias, recordé que yo ya había saltado de edificios más altos y que había podido volar antes de estrellarme contra la tierra, agité mis brazos como quien sabe que puede planear porque tiene alas, y que sólo necesita unos cuantos aleteos para ir con las corrientes de aire. Volé, muy cerca del charco que se extendía por el pasillo de la entrada principal, y a medida que yo volaba, el charco se extendía por kilómetros haciendo que yo anhelara cada vez más la salida. Pilotear mi cuerpo a través de la inestable estructura, que se ondeaba como si estuviera hecha de láminas de aluminio calibre 36, era lo que me generaba esa sensación de vértigo que me incitaba a despertar, pero la curiosidad por saber qué había fuera del edificio me mantenía dormido, volando en mi sueño, buscando una salida por entre las Virginias que ahora volaban con intención por todo el espacio vacío del edificio, a pesar de que alcancé una gran velocidad tratando de huir de ellas, era inútil, al parecer yo era quien las perseguía como si quisiera superar su velocidad de vuelo, en este "juego", entrelazándonos, pandeándonos, recorriendo a velocidades extremas todos los balcones, los pasillos, las habitaciones, agitando la cama de Loreto, perturbando los billetes de lotería del lotero, agitando los cabellos blancos de Juancha, esparciendo las cenizas del difunto Príamo, irrumpiendo en medio del paralelepípedo conformado por esas paredes abandonadas a la suerte de las Virginias con chicharras, polillas y pulgones, ascendimos en dirección hacia un cielo azul que se veía por entre un pequeño orificio que se formaba con las nubes grises del invierno. Con una brisa húmeda y tres gotarrones gélidos en mi rostro desperté.


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